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Nunca es final de mes

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Habíamos quedado a las ocho y media para desayunar, pero a esa hora no había nadie. Al poco tiempo bajaron Charlie y Nerea. Todavía faltaba Andrea. La llamamos varias veces mientras desayunábamos. No cogía el teléfono. Al terminar de desayunar, Mimón fue a su habitación en el Teresa (Andrea es una de las exiliadas por el incendio) y, en efecto, seguía dormida. Entre esperarnos a unos y a otros, salimos del Nebrija hacia Moncloa diez minutos antes de la hora a la que salía el bus. Andrea insistía en pensar en un plan B por si no llegábamos al bus, pero a mí no me cabía nada más en la cabeza. Solo tenía un objetivo: llegar a ese maldito bus. Si el bus de iba delante de mis ojos, entonces ya pensaría en alternativas, como esperar una hora al siguiente o ir a otro sitio en vez de Navacerrada. Pero, mientras no llegase a la dársena, solo podía pensar en el bus de las 9:45. Mimón, tras haber ido a buscar a Andrea, salió un poco más tarde. No creíamos que pudiéramos llegar nosotras; que fues

Tengo prisa, llego tarde

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Madrid, siempre con tanta prisa, termina por acabar con las personas, convertidas en cuerpos con prisa, que llegan tarde y se estresan, se agobian, se empujan para llegar un segundo antes. Corro para coger el bus; el conductor nos avisa mediante señas de que entremos por la puerta trasera. Se abre y las personas de dentro se juntan un poco más para hacernos un pequeño hueco. Dentro del autobús hace mucho calor, huele a sudor y no existe el espacio personal. Apenas puedo moverme sin pisar o empujar a alguien, y solo pido que no haya más tráfico de lo habitual. Quedan diez minutos para las nueve cuando llegamos a Pozuelo y tomamos el desvío hacia el campus, a menos de un kilómetro para llegar. Y el autobús se detiene. Una enorme caravana ocupa la carretera delante de nosotros. La semana pasada hubo varios accidentes en la carretera a Somosaguas y teníamos examen. La mayor parte de la clase tardó más de dos horas en hacer un recorrido que no suele llevar más de diez o quince minut

Siniestros siniestrados

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Los siniestros, o La Resistencia, llevamos a cabo durante las primeras semanas del curso bastantes más actividades que el año anterior. Casi todos los fines de semana cenábamos fuera un día, y todos los domingos organizábamos un partido de fútbol en la cancha del colegio mayor. Las cosas iban, honestamente, de maravilla… La calma antes de la tormenta. Cuando, la primavera pasada, casi todos los siniestros elegimos habitaciones en el mismo pasillo, el tercer piso del edificio llamado Argüelles, bromeé diciendo que viviendo todos en el mismo pasillo y siendo tan odiados como éramos (y, hasta cierto punto, seguimos siendo) éramos un blanco fácil. Comiendo al mediodía, no sospechábamos la que se nos venía encima. Cristian hablaba de cómo se había traído una tomatera, porque en su habitación daba bastante el sol, y en casa de su novia, donde había estado hasta entonces, estaba moribunda. Aquella noche salimos a cenar a una pizzería por Islas Filipinas, no muy lejos de Moncloa,

La vida son dos días

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A finales de septiembre tuvo lugar en Vallecas la fiesta del PCE, bajo el lema La vida son dos días… la fiesta del PCE, tres . Allí tuvo lugar el último concierto de Riot Propaganda, al que no dudé en ir. También Ahed Tamimi, símbolo de la resistencia palestina, estuvo en un acto multitudinario en el mismo escenario que el grupo, el más grande, llamado Escenario Trece Rosas. “Donde existe la opresión, esa es mi patria”, dijo su padre. Las hojas de los árboles se fueron tornando amarillas poco a poco, día tras día. Por mi ventana, contemplaba las ramas cada vez más desnudas bailar con el viento, bajo la lluvia y en las cada vez más frías noches de octubre. No podía dejar de pensar que el año pasado, a estas alturas del curso, todavía iba a clase en pantalones cortos. Un profesor se burlaba de la expresión tan recurrida en la literatura fría noche de octubre, alegando que estas ya no existen. No se acabó el mes antes de poder ver desde el bus a Somosaguas la sierra ne

La Resistencia

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Volver a Madrid después de un mes en el pueblo se hace raro. Aunque no puedo evitar reconocer que echaba de menos el transporte público, las actividades constantes y el no parar de una ciudad con tanta prisa que parece haber olvidado lo que es el descanso. Lo que es el silencio absoluto del amanecer en la sierra, tan solo interrumpido por el canto de los pájaros y, como mucho, las pocas vacas que quedan en el pueblo bebiendo del pilón. Por inevitable que sea su muerte, por muy cerca que esté de llegar, no puedo evitar repetirlo: ¡larga vida a los pueblos pequeños! Mis queridos siniestros soportaban el principio de curso entre la frustrante impotencia y el inevitable conformismo que ocasiona nuestro papel en las novatadas. Veían a los nuevos siendo acosados sistemáticamente “por su bien”, siguiendo un paternalismo llevado al absurdo, un autoritarismo sin posible justificación, porque siempre primaría la libertad de los nuevos sobre su supuesta integración, incluso si no hubiera alte

En la plaza de mi pueblo

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La última noche de fiestas fue la entrega de premios a las distintas actividades y juegos que se habían organizado a lo largo de la semana. No pude evitar fijarme en que, en los de adultos, casi todos los premios se los llevaban hombres. De hecho, tan solo había una mujer premiada, la chica del equipo de fútbol que ganó, aunque apenas si había tocado el balón en todo el torneo. -Es que sois menos -dijo un amigo, cuando se lo comenté. -¿Somos menos o participamos menos? -le pregunté, consciente de la respuesta. ¿Por qué participamos menos? Terminó la entrega de premios y empezó la música. El principio de las verbenas no me gusta nada. Canciones de reggaeton que todo el mundo canta sin pararse a escuchar la letra, o quizá simplemente asumiendo que el mundo es terriblemente machista y hay que asumirlo para poder bailar. Pero, a medida que avanza la noche, suena alguna canción de Amaral, el inconfundible Vals del obrero, una Legalización llena de ritmo, un vigoroso We are the cha

Crónicas de un futuro pueblo fantasma

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Casasola, Ávila. Apenas un puñado de habitantes, que menguan año tras año. Van muriendo poco a poco y en este pueblo no nace nadie. Escribiendo sobre el pueblo de mi madre siento que escribo la crónica de un futuro pueblo fantasma. Cuando llegué, a primeros de agosto, la gata de mi abuelo había tenido gatitos hacía muy poco, y los escondía en un solar detrás de nuestra casa. Una piedra pegada al muro permitía que los niños se subieran a verlos y, para cuando yo los vi por primera vez, ya se habían convertido en la atracción turística del pueblo. Les pusieron nombres e intentaron convencer a sus padres para llevarse a alguno de los cuatro pero nadie logró hacerse con ellos. Unos amigos de Ávila se llevaron dos de los gatitos, los más mansos, y los otros dos pese a quedarse con su madre, probablemente tengan un porvenir bastante duro, ahora que mi abuelo ya no vive en el pueblo en invierno. Limpiando el garaje, apareció una bicicleta amarilla, una de las primeras que tuvimo